¿Acaso todas las historias de vampiros son sólo materia de pesadillas o de películas de terror? Existen pruebas de que el miedo a los vampiros es hoy tan real como lo ha sido siempre.
A primera vista, la creencia en vampiros parece ser la más descabellada de todas las supersticiones. Los fantasmas, e incluso los hombres-lobo, parecen relativamente racionales comparados con la idea de unos cadáveres que abandonan sus ataúdes por la noche para chupar la sangre de los vivos; sin embargo, las leyendas en torno al vampirismo han persistido desde tiempos inmemoriales, y todavía hay quien la sustenta hoy.
El problema que rodea las leyendas y creencias relacionadas con los vampiros estriba en separar la fantasía -para algunos eso es todo lo que hay en ellas- de la verdad. A una persona racional se le puede disculpar el que contemple la búsqueda de «vampiros auténticos» con un escepticismo más que considerable, puesto que, ¿cómo pueden existir semejantes criaturas? ¿No serán tan sólo fruto de la imaginación?
No obstante, hay noticias de que en la Europa oriental, en el siglo XVIII, el vampirismo había alcanzado unas proporciones casi epidémicas. La documentación al respecto es tan detallada, y entre los testigos figuran personas tan dignas de crédito (como clérigos y médicos), que parece imposible que todas ellas estuvieran equivocadas. Sin embargo, el escéptico puede alegar aquí que cabe que los clérigos del siglo XVIII hubieran dicho la verdad, sí, tal como la veían ellos, pero que esta verdad se hubiera visto lamentablemente mezclada con el miedo, la superstición y la ignorancia. Y antes de relegar a los vampiros a la categoría de reliquia del oscurantismo, tal vez deberíamos considerar la moderna controversia sobre lo que constituye el estado de la muerte. Si, con los equipos técnicos más avanzados a nuestra disposición, todavía no podemos ponernos de acuerdo en cuanto al momento preciso de la muerte, tal vez no convenga pasar por alto estas noticias sobre los vampiros que nos llegan con una antigüedad de 200 años.
Según los informes de que se dispone, Austria, Hungría, Yugoslavia y Rumania (que estaba entonces dividida en los tres estados separados de Valaquia, Moldavia y Transilvania) se vieron particularmente infestadas por el vampirismo en los siglos XVI, XVII y XVIII. Éste constituyó un problema que implicó a centenares de testigos oculares, pertenecientes a todas las capas de la sociedad. Un cirujano, llamado para investigar una serie de casos, escribió: «El vampirismo... se propagó como una pestilencia a través de Eslavia y Valaquia, causando numerosas muertes y trastornando todo el país con el temor a los misteriosos visitantes contra los cuales nadie podía sentirse seguro.»
La mayoría de los casos descritos en estas regiones y en dicha época presentaban rasgos comunes; un relato clásico es el que cita a una delegación que salió de Belgrado en 1732 para investigar el caso del supuesto vampiro que, al parecer, atacaba sistemáticamente a los miembros de una familia en una aldea remota. Cuando los funcionarios investigadores llegaron allí -entre ellos figuraban hombres de tanta importancia como el fiscal público- se les dijo que un aldeano, que había fallecido tres años antes, había regresado como vampiro para aterrorizar a su propia familia. Había matado ya a tres sobrinas y un sobrino desangrándolos por completo, y hubiera dado muerte a su quinta víctima -otra sobrina, bellísima- de no haber sido interrumpido en su tarea y obligado a huir en las tinieblas de la noche.
Los delegados oficiales y los supervivientes de la aterrorizada familia se reunieron alrededor del «vampiro» al caer la oscuridad. Cuando abrieron el ataúd, encontraron lo que, según todas las apariencias exteriores, era un hombre dormido (o tal vez inconsciente). Debiera haberse descompuesto mucho tiempo antes, pero lo cierto es que parecía tan rebosante de salud como cualquiera de los que contemplaban su tumba. Tenía los cabellos y las uñas largas, los ojos entreabiertos, y su corazón todavía latía. De acuerdo con la norma tradicional, el corazón del «no muerto» fue atravesado con una barra de hierro aguzada en un extremo. Brotó una mezcla horrible de líquido blanco y de lo que parecía ser sangre fresca, pero era preciso terminar el trabajo y, por tanto, cortaron su cabeza con un hacha y sepultaron aquellos restos macabros en una fosa llena de cal viva.
Según otra historia de vampiros, ambientada en el mismo lugar y en la misma época, un joven soldado húngaro, que se alojó en una granja de la localidad, se sintió trastornado ante la reacción de la familia propietaria de la misma cuando una noche, durante la cena, llegó un anciano y se sentó a comer con ellos. Tocó el hombro del granjero, y toda la familia dio muestras del más vivo terror. Al día siguiente explicaron al soldado los motivos de su actitud. Dijeron que durante aquella noche el granjero había muerto a causa, según ellos, del anciano que le había rozado; el anciano en cuestión era el padre del granjero, y llevaba más de diez años muerto. La desconsolada familia insistió en que no se trataba de un mero fantasma, sino de un vampiro. Impresionado por lo que había visto y oído, el soldado explicó el caso al jefe de su regimiento, el cual ordenó que se abriera la tumba del anciano. El siniestro visitante de la noche anterior yacía allí como si acabara de morir, pero sus venas contenían sangre «como la de un hombre vivo». Le fue cortada la cabeza y se dejó que su cadáver descansara, esa vez para siempre.
Una Cura Mortal
Aunque la lucha contra el vampirismo variaba en ciertos detalles según los lugares, siempre era drástica, y no podía ser realizada por personas medrosas. La técnica favorita consistía en clavar una estaca de madera o de hierro en el corazón del supuesto vampiro (método también utilizado en Gran Bretaña para impedir que los espectros de los suicidas vagaran por la noche). Con frecuencia, el vampiro así tratado despedía un hedor repugnante, cosa que nada tiene de sorprendente, y en un caso se describió un cadáver que «se hinchó como una gran sanguijuela a punto de reventar». Los procesos normales de descomposición, con los que muchos lectores modernos distan de estar familiarizados, justificarían a la vez el olor insoportable y esta hinchazón grotesca, pero los campesinos supersticiosos, aterrorizados como estaban, no se detenían a considerar este hecho cuando se trataba de eliminar por medios expeditivos al «vampiro». Otro informe manifiesta que «brotaba en cantidad una sangre fresca y de color escarlata, por la nariz, la boca y cierta parte del cuerpo que la decencia impide nombrar». Sin embargo, los que están familiarizados con los efectos físicos de la muerte -enfermeras, personal de las empresas funerarias y verdugos, entre otros- saben perfectamente que estas emisiones no son raras cuando se relajan los músculos después de la muerte, tanto antes de que se instaure el rigor mortis como al dejar éste de ejercer sus efectos. Con muy raras excepciones, los cadáveres se descomponen, pero no todos los cadáveres no descompuestos son vampiros.
Existen, sin embargo, detalles curiosos que parecen indicar que ciertos relatos referentes a los vampiros señalan hechos anormales y que merece la pena investigar. Se ha dicho que uno de los «no muertos» lloró y gritó con rabia cuando le fue clavada la estaca. Esto hubiera sido ciertamente notable de haber estado el hombre verdaderamente muerto, pero no resultaría tan extraño si hubiera sido enterrado vivo aunque todo pareciera indicar su muerte, es decir, en estado de catalepsia. Y parece ser que algunas de estas historias han exagerado el tiempo que llevaba el «vampiro» muerto y enterrado, como veremos seguidamente.
En 1746, el monje francés dom Calmet, una de las primeras autoridades en vampirismo, trató de mantener una actitud objetiva en su búsqueda de la verdad. Y esta verdad no siempre resultaba fácil de discernir bajo el peso de numerosas supersticiones y de unos relatos más que confusos por parte de los testigos. No obstante, se vio obligado a admitir:
Se nos dice que los muertos vuelven desde sus tumbas, que se les oye hablar, que caminan, que atacan a hombres y animales cuya sangre arrebatan, haciéndoles enfermar y causando finalmente su muerte. Y la gente no puede librarse de ellos hasta que exhuman los cadáveres y atraviesan sus cuerpos con una estaca bien aguzada, o les cortan la cabeza, les arrancan el corazón, o queman los cadáveres hasta reducirlos a ceniza. Parece imposible no suscribir la creencia predominante según la cual estas apariciones proceden en realidad de sus tumbas.
Con todo, no es ésta una afirmación que soporte un examen minucioso. El relato de dom Calmet no es el de un testigo ocular, y su susceptibilidad ante la «creencia predominante» de su época hubiera podido convertirle en un cazador de brujas, un nazi o cualquier otro tipo de fanático sin la menor exigencia intelectual.
Sin embargo, el gran filósofo francés Jean Jacques Rousseau fue mucho más allá al afirmar audazmente: «Si hubo alguna vez en el mundo un hecho garantizado y probado, es el de los vampiros. No falta nada: informes oficiales, testimonios de personas de alta categoría, de cirujanos, de religiosos y de jueces; las pruebas judiciales son abrumadoras.»
Con todo el debido respeto a un gran hombre, Rousseau muestra mayor fe en las «personas de alta categoría» que en los vampiros. Y no es verdad -al menos en su declaración- que «no falte nada»; ciertamente abundan las pruebas a favor, pero Rousseau no podía tratar con tanta ligereza el tema del vampirismo.
La Superstición Predominante
El clérigo británico Montague Summers, autor de textos sobre ocultismo, erró por el otro extremo, el del escepticismo, al asegurar que «en Rumania encontramos reunidas, alrededor del vampiro, casi todas las creencias y supersticiones que prevalecen en toda la Europa oriental».
Pero a finales del siglo XX se encuentran todavía personas que creen en los vampiros como seres reales y sobrenaturales. El reverendo Neil Smith, conocido exorcista de Hampstead, en Londres, cree que incluso en la populosa capital existen vampiros. Según él, son mitad animal y mitad ser humano, y absolutamente malignos. Descarta la idea de que los ataques de los vampiros sean todos «fruto de la mente» de la supuesta víctima, y cita lo que para él constituye una prueba indiscutible de su existencia, pues asegura haber intervenido personalmente en varios casos de vampirismo. Una víctima le enseñó «las marcas en sus muñecas, que aparecían la noche en que le era extraída sangre, marcas casi iguales que las realizadas por los arañazos de un animal». Niega con vehemencia que estas marcas pudieran haber sido infligidas por la misma víctima, y cita otro ejemplo de un hombre en Sudamérica, que presentaba un fenómeno similar, «como si un animal le hubiera atacado y chupado la sangre».
Y desde luego, no sólo los vampiros atacan a los seres humanos. A juzgar por un número creciente de pruebas, también lo hacen los poltergeists, los humanoides y otros fenómenos semejantes. Tal vez los vampiros sean «reales» en el sentido de que proceden de otro tiempo o lugar, de otra dimensión; tal vez sean en parte carne y en parte materialización. Sabemos tan poco acerca de lo paranormal, que literalmente cualquier cosa puede resultar posible. No obstante, unos cuantos rasgos característicos, relacionados con la sed de sangre que anima al vampiro, pueden aclarar algunos puntos.
Desde tiempos inmemoriales, el consumo ritual de sangre ha sido, en todo sacrificio, el elemento vital para conseguir energías y propiciar a los dioses. Para que un ser viva debe tener sangre, y la mente primitiva establecía una ecuación según la cual a más sangre correspondía más vitalidad. Los aztecas vertían sangre humana en las bocas de sus ídolos para apaciguarlos, en tanto que los rajás indios bebían sangre de las cabezas recién decapitadas a fin de hacerse con fuerzas superiores. Los antiguos chinos se comían los cerebros de los muertos más reverenciados para obtener sabiduría, y en la misma época vigilaban el cadáver antes de darle sepultura, para evitar que un perro o un gato se aproximara a él y lo mordiera, cosa que, según ellos creían, convertía al difunto en vampiro.
Los romanos, pese a sus excesos en otros aspectos, se horrorizaban al oír las historias según las cuales los cristianos, como parte de su culto, comían carne y bebían sangre. De hecho, parece probable que una ínfima minoría de los primitivos cristianos, al confundir la naturaleza simbólica de la comunión con el pan y el vino, hubiesen recurrido al canibalismo. Pero beber sangre, por más que pueda antojársenos un acto repulsivo, es algo muy diferente del vampirismo sobrenatural, y todo ello parece hallarse a años luz de nuestro «ilustrado» mundo moderno. Con todo, en fecha tan reciente como 1973, y en un escenario absolutamente insólito para tales manifestaciones, el temor atávico al vampiro provocó la muerte de un hombre.
El hecho sucedió en Stoke-on-Trent (Staffordshire, Inglaterra) en el corazón del «distrito de las cerámicas», una localidad en otro tiempo pródiga en actividades comerciales y escándalos de nuevos ricos, pero que actualmente se distingue tan sólo por una grandeza decadente y una sensación de inútil despilfarro. Por consiguiente, la hilera de lóbregas casas de estilo gótico, conocidas como «The Villas», no parece fuera de lugar en este paisaje melancólico. Pero lo que sucedió en la casa número 3 no puede considerarse en absoluto como un hecho natural.
Demetrious Myicura murió allí en circunstancias tan extrañas como espeluznantes. Poco se sabía acerca del difunto, excepto que era un inmigrante polaco que había llegado a aquella región 25 años antes, y que desde entonces había trabajado allí.
Un buen día no compareció en su puesto de trabajo, y nadie le vio durante varios días; preocupados, los vecinos avisaron a la policía. John Pye, un policía joven e inteligente, realizó una investigación. Al parecer, Myicura sentía una extraña aversión a la electricidad, ya que en su habitación habían sido eliminadas todas las bombillas. Utilizando su linterna de bolsillo, John Pye examinó el lugar. En el suelo había periódicos esparcidos por doquier, así como una vieja sartén debajo de la cama en la que yacía el muerto, semicubierto por un montón de ropas viejas y mantas deshilachadas. Completamente vestido, con una mano debajo de la cabeza y la otra reposando sobre su cintura, daba toda la impresión de estar durmiendo, excepto por el hecho de que su boca estaba completamente abierta, lo que confería a su rostro una expresión de horror.
Circunstancias Sospechosas
El informe del forense indicó que el hombre se había asfixiado al atragantarse con una cebolla en vinagreta. Por otra parte, no tiene nada de raro que la policía y los vecinos encuentren muertas a personas solitarias, algo excéntricas, que viven en un ambiente misérrimo. El incidente hubiera podido pasar prácticamente desapercibido de no haber intrigado a John Pye un par de detalles en aquella habitación caótica, detalles que ni siquiera valía la pena mencionar en los primeros momentos, porque no parecían guardar relación alguna con el fallecimiento del desdichado.
En primer lugar, la habitación había sido generosamente espolvoreada de sal. Entre las piernas de Myicura había una bolsa llena de este producto, y otra detrás de su nuca. Había también sal mezclada con orina en varios recipientes distribuidos por toda la habitación y un cuenco colocado boca abajo sobre la repisa de la ventana ocultaba una mezcla de excrementos... y ajo.
Estos curiosos y desagradables detalles recordaron a Pye algo que había oído o leído en alguna parte, y de pronto se le ocurrió lo que podían significar. Fue a la biblioteca y consultó La historia natural del vampiro de Anthony Master (1972). Sus sospechas se vieron confirmadas: la sal, la orina y el ajo constituían los elementos de un ritual antiquísimo para protegerse contra los vampiros.
Persuadió al juez de instrucción para que se examinara de nuevo la «cebolla en vinagreta», y resultó que, como John Pye había sospechado, se trataba en realidad de un diente de ajo. Myicura debía de haber sufrido terribles agonías de horror en su habitación, tan aterrorizado por los vampiros que llegaba incluso a dormir con un diente de ajo en la boca, y fue este «dispositivo protector» lo que finalmente le causó la muerte por asfixia.
Las obsesiones, especialmente entre las personas solitarias, adoptan formas diversas, y es evidente que ese hombre padecía la obsesión de los vampiros. Procedía de la Europa oriental, donde el miedo a los «no muertos» todavía es corriente; vivía solo, y bien cabe la posibilidad de que su mente estuviera desequilibrada.
Pero, aunque nadie sabrá nunca si estas abominables criaturas fueron alucinaciones o proyecciones de su mente, o bien la fantasía de un enfermo, el terror que inspiraban era real. Por tanto, no es erróneo decir que finalmente fueron los vampiros quienes acabaron con él.
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