Estos extraños seres han figurado en numerosos relatos a lo largo de los siglos. Sin embargo, ¿son los hombres pez tan sólo quimeras pintorescas de nuestra imaginación, o existen en el mundo real? Según el periódico surafricano Pretoria News del 20 de diciembre de 1977, una sirena fue hallada en un desagüe en el distrito de Limbala, etapa III. Los relatos son confusos y es difícil determinar quién vio qué -y qué fue exactamente lo que vieron los testigos-, pero tal parece que la "sirena" fue vista primero por unos niños y, a medida que se difundió la noticia, se fueron aglomerando los curiosos. A un periodista le dijeron que la criatura parecía ser una "mujer europea de la cintura para arriba, mientras que el resto de su cuerpo tenía forma de cola de pez, cubierta de escamas". Las leyendas sobre sirenas y tritones se remontan a la antigüedad y hacen parte del folclor de casi todos los países del mundo. A lo largo de los siglos, los hombres pez han sido vistos por testigos de reconocida integridad, y siguen viéndose en la actualidad. El primer tritón registrado por la historia fue Ea, un dios con cola de pez, más conocido como Oannes, una de las tres grandes deidades de los babilonios. Ejercía dominio sobre el 'mar y también era el dios de la luz y de la sabiduría, además de haber sido quien llevó la civilización a su pueblo. Oanne fue originalmente el dios de los acadios, un pueblo semita del extremo norte de Babilonia; los babilonios derivaron de él su cultura y ya en el año 5000 a.C. se le adoraba en Acad. Casi todo lo que sabemos sobre el culto de Oannes proviene de los fragmentos que han sobrevivido de una historia de Babilonia en tres volúmenes, escrita por Berossus. un sacerdote caldeo de Bel que vivió en Babilonia en el tercer siglo antes de Cristo. En el siglo XIX, Paul Emil Botta, entonces vicecónsul francés en Mosul, Irak, y aficionado a la arqueología -si bien su interés primordial era el pillaje, descubrió una escultura extraordinaria de Oannes que databa del siglo VIII a.C., en el palacio del rey asirio Sargón II en Khorabad cerca de Mosul. La escultura, junto con una profusa colección de tabletas grabadas e inscripciones cuneiformes, reposa en la actualidad en el Museo del Louvre en París. Otra deidad antigua con cola de pez fue Dagón, dios de los filisteos, que figura en la Biblia: 1 Samuel 5: 1-4. El Arca de la Alianza fue colocada junto a una estatua de Dagón en un templo consagrado a dicho dios en Ashod, una de las cinco grandes ciudades-estado filisteas. Al día siguiente, se descubrió que la estatua estaba "tendida en tierra y con la cara contra ella, delante del arca de Yavé". En medio de la consternación general y, sin duda, de un gran temor, la gente de Ashod enderezó la estatua de Dagón, pero al día siguiente fue nuevamente encontrada caída ante el Arca de la Alianza, esta vez con la cabeza y las manos rotas. También es probable que la esposa y las hijas de Oannes tuvieran cola de pez, pero las representaciones que de ellas quedan son vagas y no puede saberse con certeza. Sin embargo, no queda duda sobre Atargatis, a veces conocida como, Derceto una diosa semita de la luna. En su De dea Syria, el escritor griego Luciano (c. 120 a.C.- c. 180) también la describió: "De esta Derceto también vi en Fenicia un dibujo en el que se la representa de modo curioso; de la mitad para arriba es una mujer, pero de la cintura hasta las extremidades inferiores tiene cola de pez". Las deidades con cola de pez figuran en casi todas las culturas de la antigüedad; en la edad media, empero, ya se habían convertido en habitantes humanoides del mar. Una de las influencias científicas más importantes en la edad media fue Plinio el Viejo (23-79 a.C.), un administrador y autor de enciclopedias romano que murió en la erupción del volcán Vesubio que destruyó Pompeya y cuya estatua en el exterior de la catedral de Como, hecha en el siglo XV, guarda una curiosa semejanza con Harpo Marx. En lo que respecta a los eruditos medievales, si Plinio decía que algo era así, pues entonces era innegablemente así. Sobre las sirenas, Plinio escribió: Puedo traer para mis autores diversos caballeros de Roma... que testifican que en la costa del Océano Español, cerca de Gades, han visto a un hombre pez, en todo respecto parecido a un hombre tan perfectamente en todas las partes del cuerpo como podría ser... No está muy claro por qué, si el hombre se parecía tanto a un humano, los "diversos caballeros de Roma" creyeron haber visto a un hombre pez, pero Plinio estaba convencido de que los hombres pez eran reales y que se les veía con frecuencia. Los relatos sobre tritones y sirenas proliferaron y, como cosa curiosa, la Iglesia los alentaba, pues consideraba útil adaptar antiguas leyendas paganas para sus propios propósitos. Las sirenas eran incluidas en los bestiarios, y había altorrelieves de ellas en muchas iglesias y catedrales. Puede apreciarse un excelente ejemplo de un altorrelieve de una sirena en el lado de una banca de la iglesia de Zennor, en Cornwall. Se cree que data de unos 600 años atrás y se le asocia con la leyenda de Mathy Trewhella, el hijo del guardián de la iglesia, que un día desapareció inexplicablemente. Años después, un capitán de barco llegó a St. Ivés y contó que había anclado cerca de la cueva Pendower, y había visto una sirena que, según aseguró, le dijo: "Su ancla está bloqueando nuestra cueva y Mathy y nuestros hijos están atrapados adentro". Para los habitantes de Zennor, el misterio de la desaparición de Mathy quedó explicado. En términos generales, ver una sirena no constituía una experiencia grata. Su hermoso canto, se decía, había cautivado a numerosas tripulaciones de barco y, como en las leyendas, las criaturas habían inducido a los navíos a acercarse a rocas peligrosas. Cuando las sirenas emergen a la superficie. Personas como Francis Bacon y John Donne explicaron muchos fenómenos naturales, incluido el supuesto mito de la sirena. En el caso de John Donne, cuando en 1596 se enroló en la expedición naval de Robert Devereux, creyó avistar camino a Cádiz algunas de esas figuras aparentemente mitológicas. A finales de la era isabelina y comienzos de la jacobina, la creencia en las sirenas se debilitó. Sin embargo, también fue una época caracterizada por los viajes marítimos, y algunos de los grandes navegantes de la época narraron encuentros personales con hombres pez. En 1608, el navegante y explorador Henry Hudson (que dio el nombre a los territorios de la bahía de Hudson), consignó sin misterios en su cuaderno de bitácora: Esta mañana, un miembro de nuestra compañía que observaba por encima de la borda vio una Sirena y, cuando llamó a algunos de la compañía para que la vieran, otro se acercó, y para entonces se había aproximado al barco y miraba con intensidad a los hombres: un poco después, un Mar llegó y la revolcó: del ombligo hacia arriba su espalda y sus senos eran como los de una mujer (como dijeron haberla visto); su cuerpo era tan grande como el de uno de nosotros; su piel era muy blanca; y sobre su espalda colgaba una cabellera larga, de color negro; cuando se sumergió vieron su cola, que era como la cola de una marsopa, y salpicada con manchas como la de una caballa. Los nombres de quienes la vieron eran Thomas Hilles y Robert Raynar. Hudson era un navegante con mucha experiencia, que de seguro conocía a sus hombres y presumiblemente no se hubiera tomado la molestia de consignar en su cuaderno de bitácora un engaño evidente. Además, el informe deja ver que sus hombres estaban familiarizados con los habitantes del mar y opinaban que esta criatura era excepcional. Y, si su descripción es certera, desde luego lo era. Pero la gran era de las sirenas fue el siglo XIX. Se falsificaron y exhibieron más sirenas ante públicos embelesados en ferias y exposiciones que en cualquier otra época. También fue el período en el que se escucharon varios relatos extraordinarios sobre encuentros con sirenas, incluyendo dos de los más serios con que se cuenta. El 8 de septiembre de 1809, The Times publicó la siguiente carta de un hombre llamado William Munro: Hace unos doce años, cuando yo era director parroquial en Reay [Escocia], mientras iba caminando por la playa en la bahía de Sandside en un agradable y cálido día de verano, tuve deseos de extender mi paseo hacia Sandside Head, cuando mi atención se vio atraída por la aparición de una figura que semejaba una hembra humana desnuda, sentada sobre una roca que se adentraba en el mar, y aparentemente peinándose el cabello, que caía sobre sus hombros y era de un color castaño claro. La semejanza que la figura guardaba con su prototipo en todas sus partes visibles era tan extraordinaria, que si la roca sobre la cual estaba sentada no hubiera sido peligrosa para bañarse, me hubiera sentido impelido a considerarla como una verdadera forma humana, y para un ojo no acostumbrado a la situación, sin duda alguna así lo parecía. La cabeza estaba cubierta de cabello del color arriba mencionado y más oscuro en la coronilla, la frente era redonda, el rostro rollizo, las mejillas sonrosadas, los ojos azules, la boca y los labios de forma natural, parecidos a los de un hombre; no pude ver los dientes, pues tenía la boca cerrada; los senos y el abdomen, los brazos y los dedos eran del tamaño de los de un cuerpo adulto de la especie humana; los dedos, por la acción en que estaban las manos, no parecían ser palmeados, pero no estoy seguro de esto. Permaneció en la roca tres o cuatro minutos después de que la divisé, y durante ese tiempo se ocupó en peinarse el cabello, que era largo y grueso, y del cual parecía estar orgullosa, y luego se hundió en el mar... Sea lo que fuere que vio y describió con tanto detalle William Munro, no fue el único, porque agrega que varias personas "cuya veracidad nunca escuché poner en duda" aseguraron haber visto a la sirena, pero hasta cuando él la vio por sí mismo "no estaba dispuesto a dar crédito a su testimonio". Como dicen, ver para creer. Alrededor de 1830, los habitantes de Benbecula, en las islas Hébrides, vieron a una joven sirena que jugueteaba alegremente en el mar. Algunos hombres intentaron nadar hasta donde se encontraba para capturarla, pero ella fácilmente los dejaba atrás. Luego un niño le arrojó piedras, una de las cuales golpeó a la sirena, y ésta se alejó nadando. Unos días después, a unos tres kilómetros del lugar en donde había sido vista esta criatura, el cadáver de una pequeña sirena fue empujado por las olas hasta la playa. El cuerpo minúsculo y lastimoso atrajo a las multitudes a la playa, y luego de haberse examinado detalladamente el cuerpo, se dijo que: La parte superior de la criatura era más o menos del tamaño de un niño bien alimentado de unos tres o cuatro años, con unos senos anormalmente desarrollados. El cabello era largo, oscuro y brillante, mientras que la piel era blanca, suave y tierna. La parte inferior del cuerpo era como la de un salmón, pero sin escamas. Entre las numerosas personas que vieron el cuerpo diminuto estaba Duncan Shaw, un vendedor de tierras de Clanranald, y concejal y alguacil del distrito. Ordenó que se construyera un ataúd y se fabricara una mortaja para la sirena y que se la enterrara para que descansara en paz. De los numerosos hombres pez falsos de este período, vale la pena mencionar tan sólo uno o dos para ilustrar la ingenuidad de las falsificaciones y de los falsificadores. Un ejemplo famoso es el narrado en The Vicar of Morwenstow, por Sabine Baring-Gould. El vicario en cuestión era el excéntrico Robert S. Hawker, quien, por razones que sólo él conoce, en julio de 1825 ó 1826 decidió disfrazarse de sirena cerca de la playa de Bude, en Cornwall. En las noches de luna llena, nadaba o remaba hasta una roca no lejos de la costa, y allí se colocaba una peluca hecha de algas trenzadas, se envolvía las piernas en hule y, desnudo de la cintura para arriba, cantaba -no muy melodiosamente- hasta que lo observaban desde la playa. Cuando la noticia sobre la sirena se difundió por Bude, la gente acudió a verla, ante lo cual Hawker repetía su acto. Luego de varias apariciones, Hawker, cansado de su broma -y con la voz un poco ronca-, entonó el himno God save the King y se lanzó al mar, para nunca volver a aparecer (por lo menos como sirena). Piensa T. Barnum (1810-1891), el gran empresario de espectáculos norteamericano a quien se le atribuyen dos frases dicientes -"cada minuto nace un tonto" y "todas las multitudes ofrecen buenas oportunidades"-, compró una sirena que se podía ver a cambio de un chelín en Watson's Coffee House, en Londres. Era una criatura horrible y encogida -probablemente un pez anormal-, pero Barnum la agregó a las curiosidades que había ido acumulando para su "Espectáculo más grandioso de la Tierra". Su truco, sin embargo, consistía en colgar en el exterior del lugar en donde exhibía su "sirena" un dibujo llamativo de tres hermosas mujeres jugueteando en una caverna subterránea; bajo el dibujo, había una leyenda: "Se añade una Sirena al museo -sin costo extra". Atraídos por el dibujo y por la implicación de lo que podían ver en el interior, muchos miles de personas pagaron la tarifa de admisión para ver este espectáculo. Como decía Barnum, si la "sirena" encogida no satisfacía las expectativas del público, el resto de la exhibición sí valía la pena. Las sirenas han seguido viéndose en años más recientes. Un pescador de Muck, una de las islas Hébrides, vio una en 1947. Estaba sentada sobre una caja flotante de arenques (utilizada para preservar langostas vivas), peinando su cabellera. Tan pronto se dio cuenta de que la estaban observando, se arrojó al mar. Hasta su muerte a finales de los años cincuenta, el pescador insistió en que había visto una sirena. En 1978, Jacinto Fatalvero, un pescador filipino de 41 años, no sólo vio una sirena en una noche de luna, sino que ésta le ayudó a hacerse a una pesca abundante. Sin embargo, es poco más lo que se sabe, pues, tras haber narrado su experiencia, Fatalvero se convirtió en blanco de bromas, objeto de burlas e, inevitablemente, presa de los medios de comunicación. Como es apenas comprensible, se negó a seguir hablando. Se acepta por lo general que la leyenda de la sirena surgió de la identificación errónea de dos mamíferos acuáticos, el manatí y el dugong, y posiblemente de focas. Desde luego, muchos relatos pueden explicarse así, pero, ¿puede esto bastar para explicar satisfactoriamente lo que vieron los marineros que acompañaban a Henry Hudson en 1608 o la sirena que vio el maestro de escuela William Munro? ¿Eran éstas, y otras criaturas similares, mamíferos marinos o sirenas? Una sugerencia, quizá un tanto sardónica, dice que los hombres pez son reales, y que descienden de nuestros ancestros distantes que llegaron a la playa desde el mar. Los hombres pez, desde luego, descenderían de los ancestros que, o bien permanecieron en el mar, o bien decidieron retornar a él. Los embriones humanos tienen branquias que por lo general desaparecen antes de nacer, pero algunos bebés las conservan y es preciso extirpárselas mediante un procedimiento quirúrgico. Sea como fuere, la sirena tiene un largo historial de encuentros y se la sigue viendo en la actualidad. Es algo que debemos agradecer; el romance y el folclor del mar no serían tan interesantes sin su presencia.
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