Institución judicial creada por el pontificado en la edad media, con la misión de localizar, procesar y sentenciar a las personas que consideraban culpables. Sus víctimas eran las brujas, los judíos, herejes, alquimistas, disidentes, homosexuales y cualquier persona no grata al clero. Los acusados eran brutalmente torturados y ejecutados, y sus bienes requisados. En la Iglesia primitiva la pena habitual por herejía era la excomunión. Con el reconocimiento del cristianismo como religión estatal en el siglo IV por los emperadores romanos, los herejes empezaron a ser considerados enemigos del estado, sobre todo cuando habían provocado violencia y alteraciones del orden público. San Agustín aprobó con reservas la acción del Estado contra los herejes, aunque la Iglesia en general desaprobó la coacción y los castigos físicos. En el siglo XII, en respuesta al resurgimiento de la herejía de forma organizada, se produjo en el sur de Francia un cambio de opinión dirigida de forma destacada contra la doctrina albigense. La doctrina y práctica albigense parecían nocivas respecto al matrimonio y otras instituciones de la sociedad y, tras los más débiles esfuerzos de sus predecesores, el Papa Inocencio III organizó una cruzada contra esta comunidad. Promulgó una legislación punitiva contra sus componentes y envió predicadores a la zona. Sin embargo, los diversos intentos destinados a someter la herejía no estuvieron bien coordinados y fueron relativamente ineficaces. La Inquisición en sí no se constituyó hasta 1231, con los estatutos Excommunicamus del Papa Gregorio IX. Con ellos el Papa redujo la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometió a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado, y estableció severos castigos. El cargo de inquisidor fue confiado casi en exclusiva a los franciscanos y a los dominicos, a causa de su mejor preparación teológica y su supuesto rechazo de las ambiciones mundanas. Al poner bajo dirección pontificia la persecución de los herejes, Gregorio IX actuaba en parte movido por el miedo a que Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano, tomara la iniciativa y la utilizara con objetivos políticos. Restringida en principio a Alemania y Aragón, la nueva institución entró enseguida en vigor en el conjunto de la Iglesia, aunque no funcionara por entero o lo hiciera de forma muy limitada en muchas regiones de Europa. Dos inquisidores con la misma autoridad nombrados directamente por el Papa eran los responsables de cada tribunal, con la ayuda de asistentes, notarios, policía y asesores. Los inquisidores fueron figuras que disponían de imponentes potestades, porque podían excomulgar incluso a príncipes. En estas circunstancias sorprende que los inquisidores tuvieran fama de justos y misericordiosos entre sus contemporáneos. Sin embargo, algunos de ellos fueron acusados de crueldad y de otros abusos. Los inquisidores se establecían por un periodo definido de semanas o meses en alguna plaza central, desde donde promulgaban órdenes solicitando que todo culpable de herejía se presentara por propia iniciativa. Los inquisidores podían entablar pleito contra cualquier persona sospechosa. A quienes se presentaban por propia voluntad y confesaban su herejía, se les imponía penas menores que a los que había que juzgar y condenar. Se concedía un periodo de gracia de un mes más o menos para realizar esta confesión espontánea; el verdadero proceso comenzaba después. Si los inquisidores decidían procesar a una persona sospechosa de herejía, el prelado del sospechoso publicaba el requerimiento judicial. La policía inquisitorial buscaba a aquellos que se negaban a obedecer los requerimientos, y no se les concedía derecho de asilo. Los acusados recibían una declaración de cargos contra ellos. Durante algunos años se ocultó el nombre de los acusadores, pero el Papa Bonifacio VIII abrogó esta práctica. Los acusados estaban obligados bajo juramento a responder de todos los cargos que existían contra ellos, convirtiéndose así en sus propios acusadores. El testimonio de dos testigos se consideraba por lo general prueba de culpabilidad. Los inquisidores contaban con una especie de consejo, formado por clérigos y laicos, para que les ayudaran a dictar un veredicto. Les estaba permitido encarcelar testigos sobre los que recayera la sospecha de que estaban mintiendo. En 1252 el Papa Inocencio IV, bajo la influencia del renacimiento del derecho romano, autorizó la práctica de la tortura para extraer la verdad de los sospechosos. Hasta entonces este procedimiento había sido ajeno a la tradición canónica. Los castigos y sentencias para los que confesaban o eran declarados culpables se pronunciaban al mismo tiempo en una ceremonia pública al final de todo el proceso. Era el sermo generalis o auto de fe. Los castigos podían consistir en una peregrinación, un suplicio público, una multa o cargar con una cruz. Las dos lengüetas de tela roja cosidas en el exterior de la ropa señalaban a los que habían hecho falsas acusaciones. En los casos más graves las penas eran la confiscación de propiedades o el encarcelamiento. La pena más severa que los inquisidores podían imponer era la de prisión perpetua. De esta forma la entrega por los inquisidores de un reo a las autoridades civiles, equivalía a solicitar la ejecución de esa persona. Aunque en sus comienzos la Inquisición dedicó más atención a los albigenses y en menor grado a los valdenses, sus actividades se ampliaron a otros grupos heterodoxos, como la hermandad, y más tarde a los llamados brujas y adivinos. Una vez que los albigenses estuvieron bajo control, la actividad de la inquisición disminuyó, y a finales del siglo XIV y durante el siglo XV se supo poco de ella. Sin embargo, a finales de la edad media los príncipes seculares utilizaron modelos represivos que respondían a los de la inquisición.
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