Una de las más arcaicas y magnificas leyendas de la humanidad primitiva es la de un reino portentosamente rico, poderoso y sabio que existe oculto en las entrañas de la Tierra. Se dice que allí impera un monarca quien podría ser, si lo quisiera, el Rey del Mundo, el Maha Choan, Señor de la Civilización y del Tiempo.
Esa leyenda tiene raíces profundas que se pierden en misterios que apenas vislumbramos, en arcanos de los que apenas estamos hallando las primeras pistas.
Mas, por ahora, debemos tomarla sólo como leyenda. Como la crónica de hechos a veces mal comprendidos, que ha cruzado el lago sombrío del tiempo de susurro en susurro, acompañada a veces por cánticos, ante la mirada absorta de nuestros remotos antepasados que entonces eran niños.
Arde el fuego, esplendoroso y cálido, en la gruta, la cabaña o la torre de piedra. Quizás afuera se arremolina el viento helado haciendo restallar el peligroso grito de caza de la manada de lobos prehistóricos de poderosa espalda jorobada y mandíbulas capaces de triturar de un mordisco el fémur de un guerrero.
Afuera esta el miedo, el dolor, la muerte, aunque las estrellas brillen reflejándose en los ojos atentos de las fieras. Lo bueno, lo amable, está adentro, junto al fuego central, ese diminuto sol familiar y sagrado. Los muros de la choza los quisieran más gruesos y firmes. Los de la torre dan seguridad porque son de sólida piedra. Pero los muros de la caverna son la Tierra misma que, como una madre, es capaz de envolvernos, cobijarnos.
Alguna vez, a la entrada de la gruta, el oso hambriento procuró entrar con osadía desesperada y rabiosa. Nuestros antepasados niños entonces se escurrieron aterrorizados hacia el fondo, al último hueco de la roca en busca de un refugio contra el Exterior devorador. El pasillo secreto, el túnel, fue por cierto sinónimo de refugio y escape.
Todavía en el Siglo XVII después de Cristo, muchas fortalezas, monasterios y caserones de hacendados eran construidos con túneles subterráneos, secretos, que emergían en lugares bien disimulados a prudente distancia, como vía de escape para las situaciones de crisis.
El célebre historiador romano Plinio refiere que los habitantes de la isla maravillosa de Hiperbóreas (país mítico de gran belleza) lograron huir del cataclismo que hundió aquel edén bajo un sudario de hielo, a través de cavernas y túneles que llegaban hasta el Sur de la actual Alemania. Es decir, 1.200 millas náuticas de galerías subterráneas uniendo el círculo ártico con las tierras templadas. Esto equivale a 2.246 kilómetros. Tratar de imaginarse lo que debió haber sido semejante viaje es ya difícil y agotador. Realizarlo debe haber sido infernal. Algunos miles de seres humanos cargando las vituallas que alcanzaron a tomar, llevando a sus niños por una interminable senda de tinieblas absolutas, siempre con el temor de los abismos súbitos, debiendo elegir las galerías correctas, so pena de extraviarse irremediablemente. A menudo encontrándose en boquerones ciegos. Un viaje de meses interminables, durante el cual sin duda hubieron de complementar su alimentación con las sabandijas ciegas que han elegido por morada esos lugares donde jamás llega la luz astral. Insectos, murciélagos, gusanos, peces estrafalarios.
Todos estos elementos de la experiencia humana, reales o supuestamente reales, se articulan para darle grandeza a la leyenda auténtica, al mito que opera como uno de los potentes motores de una cultura.
El gran filósofo de la ciencia Teilhard de Chardin hizo notar que la vida tiene una voluntad tenaz, metida en su esencia misma, que tiende a hacerla cubrir físicamente, geométricamente, toda la esfera planetaria, aún los lugares más inhóspitos. La vida que descubren los espeleólogos (los que estudian las grutas y cavernas) en las profundidades de la tierra, da una prueba del heroísmo con que esos seres cumplen su vocación colonizadora.
Así, pues, si en verdad ocurrió aquel viaje desesperado de los hiperbóreos hacia el Sur de Alemania, se encontraron en las cavernas las dos categorías de seres vivientes que podrían haberse hallado ahí: los fugitivos, en busca de salvación, y los colonizadores, siguiendo el laberinto de su destino.
Por cierto que los más asustados eran los más peligrosos. Ha de haber sido nauseabundo presenciar alguna de aquellas lúgubres panzadas de sabandijas ciegas, en que bellísimos niños hiperbóreos, con damas tan hermosas como encantadoras, debían asumir la realidad de la miseria y olvidar la repugnancia.
¿Podríamos, entonces, imaginar que algunos de aquellos fugitivos hubieran preferido quedarse para siempre habitando aquel mundo sin luz? Para nosotros, la posibilidad es inconcebible. Sólo un loco hubiera elegido exiliarse para siempre de la claridad celeste de los días.
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