Al menos, así lo afirma el físico Seth Lloyd, experto en computación cuántica y profesor del MIT (Massachusets Institute of Technology). Para ello, se basa en el comportamiento de los bebés durante el clásico juego del cucu-tras, ese donde los padres esconden la cara detrás de las manos o de un pañuelo (“cucú…”) y luego vuelven a aparecerse (“tras…”).
De acuerdo a la mecánica cuántica, las partículas no están en un lugar determinado hasta que se las mide. Mientras tanto, pueden estar en cualquier parte. Es lo que se conoce como onda de probabilidad. En el momento de ser observada, la onda colapsa y la materia se convierte en una partícula con una localización concreta.
De la misma manera, pueden desplazarse sin recorrer el espacio entre origen y destino. Sencillamente, aparecen y desaparecen. Es el llamado salto cuántico que se observa cuando un electrón cambia de órbita en torno al núcleo del átomo.
Familiarizarse con tales principios no resulta cómodo para nuestra manera de entender el mundo. Ni siquiera les resulta cómodo a los científicos, empezando por Einstein, que se negaba a aceptar que tales comportamientos pudieran, ciertamente, formar parte de la realidad. Como decía Richard Feynman, pionero en estudios cuánticos y miembro del proyecto Manhattan:
Recuéstese y disfrute de lo que le voy a contar. Pero no pregunte de ninguna manera por qué es así, porque entonces se pierde en una calle de la cual ningún ser humano ha vuelto sano.
Al parecer, los bebés sí que vuelven sanos de su viaje cuántico, posiblemente porque nadie tiene que explicarles nada. Para ellos, según cuenta Lloyd, la realidad cuántica resulta tan familiar como la realidad “convencional” hasta que cumplen los tres meses, cuando comienzan a asimilar las primeras inyecciones de programación familiar y social. Hasta entonces, no están acostumbrados a nada “normal”.
Los bebés pierden su intución para la mecánica cuántica cuando rondan los tres meses de edad, que es la edad en la que aprenden a jugar al cucu-tras. Cuando juegas con un bebé de menos tiempo de vida, al taparte la cara no le provocas ninguna reacción. El bebé sencillamente mira hacia otro lado. Como si dijera, “papá se fue de la habitación”. Igual que, cuando dejas de ver un electrón, éste podría aparecer en cualquier otra parte, en esta habitación o detrás de la puerta.
Otros experimentos han mostrado la misma falta de reacción de los bebés, que parecieran ignorar a sus padres. Por ejemplo, con el juego de las cajas. Si tienden a encontrar un juguete bajo la caja A, lo volverán a buscar en ese lugar aunque nos vean cogerlo y ponerlo en la caja B. Puesto que el juguete no está a la vista, ellos piensan que no tiene por qué estar en B, sino que puede seguir estando en A. Literalmente, parecen pensar en términos de ondas de probabilidad.
Sin embargo, a los tres meses, cuando juegan al cucu-tras, sí que te están observando tras tus manos. Saben que estás ahí. Por eso funciona el juego, porque saben que estás y cuando dices “¡Tras!” lo confirman, y eso les hace felices.
Han asimilado el principio de permanencia. Y con esa risilla de felicidad, se pierde para siempre su capacidad para volver a estar cómodos con la idea de que algo puede aparecer y desaparecer, y existir en diferentes lugares al mismo tiempo.
Según los pediatras, cuando te ocultas tras un pañuelo y el bebé te ve aparecer de repente, le pones las cosas más fáciles para entender que los objetos y personas siguen estando ahí aunque él no los vea. Y así soporta mejor las separaciones, porque sabe que vas a volver.
Se ve que, a los tres meses, a cambio de seguridad, ya comenzamos a atisbar un mundo sin posibilidades…
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